No conozco a nadie capaz de imaginar que una vez puede ser la última, ni siquiera cuando ya el fin se ha venido anunciando desde antes. Yo, por ejemplo, no estaba lista para que cambiaran la cerámica de la cochera sin avisarme.
Después de todos los años y los charcos entre mosaicos, creo que por lo menos le debía esa última despedida al piso rojo que poco a poco se ha ido cambiando en toda la casa por la dificultad que implica limpiarlo y mantenerlo brillante.
Tampoco me sentía lista para que desecharan la baranda que tenía la cochera al borde, que hacía dificilísimo bajarse del carro sin estrellar la puerta, pero que habían puesto para que no me cayera cuando aprendiera a caminar.
Me parece que fue hace muy poco cuando por fin pude comenzar a saltarla cuando ocupaba llegar rápido a la puerta. Frecuentemente, además, era la zona de cortis de todos mis amigos.
Cuando ya el piso tenía una capa considerable de cera (que había que rasparle luego), en la puntilla de uno de los zapatos daba vueltas y la capa brillante se quebraba, y el piso quedaba lleno de las espirales que yo hacía por todo lado.
Otro tiempo hubo un helecho. Cuando iba a entrar mi tía, yo me escondía detrás y jugaba a ser el lobo feroz.
Comencé a pasear con mi triciclo. Llegaba hasta la grada que da a la sala y luego daba marcha atrás. Luego comencé a usar el scooter, y la cera quedaba quebrada en las líneas de las llantas. Luego el trabajo fue mayor y aprendí a calcular cómo dar la vuelta en la bicicleta yendo rápido. Varias veces estuvo cerca de ser una amputación de codos en los ladrillos de la ventana, y la cera se quebraba casi entera debajo de la bicicleta al dar la vuelta.
Luego llegó Perla y gozó con la cera tanto como yo. Todas las noches llegaba a arañar todo el pobre piso rojo, y en la mañana iba mi abuelita a limpiarlo otra vez y a dejarlo impecable para que luego en la tarde entrara el carro, paseara yo, arañara Perla.
Es un mero sentimentalismo, yo sé, pero toda la historia de la familia está concentrada en diversos lugares de las casas en las que han habitado, y esa cochera era de lo más característico. El par de mecedoras, la sombra larguísima de la baranda cuando ya era la tarde y mi abuelito estaba sentado leyendo el periódico.
Era una parte invariable de la casa. Ahí lloré, me reí, tanta gente que ya se ha muerto o que se ha ido con la que estuve ahí. Era, claro, el lugar de recibir y despedir a las visitas, y todavía recuerdo las últimas veces en que vi en esa cochera a esas personas que, de haber sabido que no iba a volver a ver, posiblemente hubiera despedido más efusivamente.
Aunque el hecho es que el ser humano tiene esa tendencia inevitable a dar por sentadas las cosas, sobre todo la vida misma. Así como el vaso está medio lleno o medio vacío, igual la vida puede ser vista como una colección de primeras veces, o una colección de últimas veces. (Últimas veces tanto para bien como para mal).
Pudieron haberme avisado... Porque aunque siga ahí, el no poder verlo, no saber de él, no recordarlo, va a hacer que para todos los efectos prácticos no exista, y ese nuevo piso hace que comience todo un nuevo ciclo de vivienda, de vivencias nuevas comenzando con el momento en el que ya se puede pasar hacia la puerta cuando se seque.
Mañana en la mañana comienzo a enterrar tantos momentos que no pude ver como últimos que creo que mínimo podía dedicarle una entrada al menosprecio generalizado con que se toman las vivencias que se creen cotidianas.
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1 comentarios:
Como algo tan aparentemente insignificante puede contener tantos recuerdos. Yo viví en la misma casa durante mis primeros... hmm... 15 años. Entonces en mi caso no fue un mosaico sino la casa entera.
Por otra parte aquella casa era alquilada, esta es nuestra. Valió la pena el cambio
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