¿Qué decir de mí? Soy básicamente un hombre normal. No me gusta la cebolla, ni me gusta la palabra poetisa. Nunca me ha gustado. Me suena a pitonisa, y nunca me han gustado tampoco las togas. Me encantaría un día en el que nada más pudiera despertarme cuando ya no tuviera sueño, cuando ya pudiera decir que ya he descansado, en vez de que me despierten en la madrugada cuando todavía está oscuro, pero la libertad tiene su precio, e irónicamente a veces ese precio es una esclavitud sin remedio. Me exaspera la gente a la que le indico la mano izquierda y se revisa la derecha. Podría vivir aislado en el campo. No necesito demasiado para sobrevivir. Una cama, un techo y un gato. Soy del tipo de persona a la que le duran las alegrías por días, igual que las tristezas. Puedo ser plenamente feliz nada más sentado al borde de una carretera por la que casi no pasen carros a morder un cubo de hielo a mediodía… O que pasen, no importa. Mientras la gente se derrite, yo no entiendo por qué tienen que pasar las nubes a quitarme el sol. Tengo una cicatriz en la rodilla, dos en la barbilla, un corte en el codo, un lunar en el ojo y estoy destrozado por dentro de una forma que ni siquiera voy a comentar. De salud todo muy bien, nada importante. Sólo jaquecas por el sol de vez en cuando. No, digo destrozado porque hay demasiadas cosas que quisiera olvidar, y otras tantas que daría la vida por recordar pero que nunca pasaron. Por ejemplo, nunca vi ninguna estrella fugaz –cosa que me gustaría recordar- y tengo la certeza de que me voy a morir antes de ver una –eso lo quisiera olvidar-. Justamente hoy en la mañana estuve pensando que nunca he tenido de verdad una mascota, y siempre quise que mi perro se llamara Jota. Ya sabía cómo se iba a ver Jota. Lo veía correr, le veía el color, el pelo, el tamaño, y la veía a ella jugando con él en la casa que íbamos a tener, pero las cosas son así, ¿no? Nunca se dio. No sé adónde está ella exactamente. Sólo sé que está lo suficientemente lejos como para que yo ya no pensara en ella. Me parece que ese fue el plan desde el inicio, abandonarme pero nunca irse. Tengo pocos recuerdos de alguno de mis días que me traiga un sentimiento particularmente tibio. Nada más recuerdo un árbol de llama del bosque que estaba a la par de mi casa cuando era pequeño. Era imposible no verlo, pero las personas rara vez lo veían de verdad. Nunca logré notar la transición de las hojas a las flores. Siempre quise ir notando cómo se le quedaban las ramas llenas de botones mientras inundaba mi patio de hojas, pero cuando me daba la cuenta el piso crujía y a pesar de haberlo “visto” todos los días, nunca había notado que cambiaba. Y eso comprueba mi teoría, las personas somos como avestruces, y pasamos con la cabeza metida en la tierra sin ver lo que de verdad importa por miedo a morirnos, y nunca nos paramos a pensar si no valía la pena morir así, o si de verdad valía la pena vivir por sobrevivir. La verdad es que nunca he sido un buen ejemplo de nada. Ni siquiera lo soy ahora, que ya no tengo patio ni tengo árbol ni tengo nadie que me oiga para poder decirle todas las verdades que a estas horas sé, y que sé que casi nadie sabe. Es por eso que cuando estoy en el parque me dedico a ver a la gente pasar, y dependiendo de cómo se muevan y de cómo me vean, deduzco muy acertadamente qué tipo de persona son. Sé si son pobres, si no son lo que pretenden, a veces hasta noto en cómo caminan si vienen de un motel o de una iglesia. Si no me ignoran, procuro acercarme y hablarles, a veces creen que soy un loco y nada más agarran más fuerte la cartera y me siguen la corriente mientras piden un taxi. Prefiero pensar que lo que he sembrado en algunos es por lo menos la duda de la realidad que se oye detrás de lo que digo. Porque sé que ya no soy un jovencito, que no me veo fuerte, y que no tengo autoridad para decir nada. A veces me rodean las palomas y comen de mis manos, y a veces de verdad me siento mínimo estando junto a ellas. Para comenzar, ellas vuelan, y yo no. Yo nada más cierro los ojos para que el sol me ponga rojos los párpados, abro los brazos y por un rato me quedo ahí, nada más oyéndolas arrullar, hasta que pasa algún mocoso y las espanta. Me quedo pensando que no sabe lo que está haciendo, y para calmarme me imagino una paloma enorme que persigue una bandada de chiquillos, y que con el pico los arrastran de los brazos y de las piernas, y que de vez en cuando es clavan las uñas de las patas en la espalda hasta que quedan llorando. De verdad quedo satisfecho, a veces hasta me dan ganas de un café. ¿Sabe? Una vez sembré un árbol. Siempre me imaginé sentado debajo de la sombra de mi árbol. Y no iba a ser un árbol cualquiera. Iba a tener la corteza gruesa, con un tronco ancho. Eso sí, cerca del suelo iba a tener una bifurcación con una rama baja por la que yo le iba a ayudar a ella a subir. Cómo nos íbamos a reír cuando yo estuviera de pie en una rama alta y a ella le diera miedo que me tirara. La iba a molestar y luego, mientras estábamos sentados en una rama del medio, nos íbamos a besar como si de verdad me fuera a caer y ese fuera el último beso que me iba a dar. No se siente bien, no ser suficiente, no ser lo mejor, que siempre se pueda aspirar a algo más cuando se está con uno, ser verdaderamente pequeño e insignificante, ni siquiera merecedor de esa ínfima alegría que es que lo oigan a uno y no sentirse solo, no ser lo suficientemente importante como para que hubiera admitido viéndome a los ojos que no era suficiente. Irse dejándome como se va a perder un perro. Nos íbamos a encontrar justamente ahí, con las palomas. Nunca llegó. Y a partir de ese momento me sentí pequeño, más pequeño que un árbol, que un perro y que un gato. Comparable solamente con las palomas, salvo porque yo no vuelo y ellas sí. Básicamente ese soy yo, porque creo que importa poco lo que fui antes de esto. Ya dicho todo, ¿tengo el trabajo?
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