Marina


Como para todos hay en la viña del señor, buscando y rebuscando se pueden encontrar los que buscan el mar para divertirse, para viajar, para suicidarse… El caso es que no hay una única forma de percibir el mar.

Para mí ha sido algo que he querido ignorar por temporadas, a veces medio de vida para la familia –y no somos ni pescadores ni buzos…-, pero la constante ha sido que me inculcaron que es “algo” que merece respeto. A mí me parece más un “alguien” que un “algo”, pero bueno, a lo que me enseñaron. No se trata de que salga corriendo con la primera ola que me encuentre, o que me eche a morir el día que me pierda en mar abierto. Sencillamente me enseñaron que no es un lindo lugar para bailar con la calaca.

Desde pequeña me ha encantado el boogie. Comencé con una tablita de esas que se usan para enseñar a nadar, pero luego de notar mi estado calamitoso con mi tablita rosada multipropósito, mi abuelita para una navidad (o cumpleaños, no recuerdo) decidió comprarme un boogie de verdad. Me compró uno rojo con correa anaranjada. Tenía en la parte de arriba un diseño algo tribal de plumas amarillas, moradas y celestes. Como sea, mi boogie y yo no pasábamos desapercibidos por la playa. Y aunque la descripción sé que suena a capa de circo, todos los chiquilines de la playa lo envidiaban y los grandes alguna que otra vez me comentaron que qué buen diseño.

Al inicio, eso sí, parecía que había un boogie fugitivo por la playa, porque mi bienamado era prácticamente más grande que yo, pero luego comencé a agradecer el sobrante original de tabla, ya que me fue fiel y útil hasta hace muy poco tiempo, ya con mi estatura actual.

Aclaración: Soy de las nenas que va a la playa a disfrutar el mar, no a un desfile de modas o a tomar el sol que, de paso, brilla en todo el mundo, no solo en la playa. No voy a buscar novio o amigos, por lo que la paso bomba de una manera que pocos podrían imaginarse. Es casi el único tiempo en el que de verdad me libero del interés que me pueda provocar lo que piense la gente.

Volviendo a mi boogie. Compañeros de aventuras, de desdichas, siempre me esperaba en mi casa de Guanacaste. Claro, es una casa casi sin vecinos, por lo que fue midnight snack de todos los cacos del lugar. Se fueron robando todas las cosas, que ahora pacientemente llevamos y traemos de/a San José. Mi boogie, sin embargo, entrenado para resistir desde el sol hasta las olas y las piedras sobrevivió una tras otra las entradas de los mismos ladrones que nunca lo notaron detrás de la puerta de uno de los baños. O lo notaron y por enorme no lo pudieron sacar.

En diciembre, sin embargo, volvieron a entrar a la casa y esta vez abrieron todo un observatorio astronómico en el techo de la cocina, del que no se escaparon los colchones y las almohadas, sin contar platos, vasos, tenedores, trapos viejos del piso, mis crayolitas inservibles y una lista interminable de cosas cada una más tonta que la anterior. Dentro de las bromas para lidiar con la situación estuvo el haberme encontrado una mariposa de tubería tirada debajo de un almendro, y comenté que seguramente fueron tirando las cosas inútiles en el camino, pero que a ese paso, a los 100 metros ya debían ir con las manos vacías. Pero no he encontrado mi boogie en la acera.

Este fue mi primer viaje a la playa sin mi adorado boogie. El primer día que fuimos al mar me ocupé nadando de un lado para otro, peinándome, flotando, chocando la espalda contra las olas que revientan, que me había hecho experta en montar. En este único caso me ahorro la molestia de la modestia. Montaba las olas con una facilidad envidiable. Ninguna ola se me iba, ninguna me revolcaba, y algunos de los momentos más felices de la playa los pasé junto a mi –extrañamente- innominado boogie.

Hoy volvimos al mar. Desde el balcón del restaurante se podían ver las olas gigantes estallando muy lejos de la arena, los muñequitos mínimos de la gente perdiéndose debajo de la espuma y luego apareciendo lejos de donde habían estado al inicio.

Yo, que había cargado con la pérdida con un estoicismo del mejor, no pude más que extrañar mis tiempos mozos con mi tabla roja y quejarme por un buen tramo hasta el mar, donde en efecto comprobé que unas olas frecuentísimas y como de dos metros de altura tenían a todos los detractores del suicidio lejos del agua.

Era de esperarse. Unos 7 tenían boogie. Creo que en algún momento pensé en buscar el mío para dejar flotando bocabajo al que lo tuviera. Al final decidí ni siquiera determinar el color de ninguno, y mantuve mi duelo de viuda negándome rotundamente a alquilar alguno.

Entramos, y la fuerza con la que llegaba el agua a la playa prácticamente movía los pies. Costaba avanzar. Habíamos entrado poco, y una ola estaba reventando muy adentro en el mar. Hay maneras de salir intacto de esas olas. Una es estar muy adentro, casi adonde se forma y sencillamente saltarla de costado o de espalda. De costado porque es más seguro cortar así el agua, y de espalda porque es más rico. Otra es estar afuera afuera, adonde ya la ola es pura espuma, digamos donde ya llega apenas un poco más arriba de las rodillas, y la otra es consumirse en el agua por debajo de la ola, que generalmente se queda bastante quieta mientras pasa la mole por encima. Una variante de ésta, más segura, es consumirse en la ola y atravesarla cuando está a punto de reventar.

¿Qué la ola ya comenzó a reventar y yo estoy debajo, qué hago? ¿Qué hago si no puedo con ninguna de las anteriores? Agárrese la ropa (importante), respire hondo (más importante) y péinese el copete por la eventualidad de tener una cita intempestiva con San Pedro (de no tener fuertes creencias católicas se puede ignorar la última precaución).

Claro, con un boogie es más fácil, y las precauciones anteriores casi no cuentan, porque prácticamente cualquier momento es un buen momento para tomar el ride de la ola. Pero yo no tenía boogie. La primera ola me revolcó como no recordaba que me revolcara el mar desde mis cinco años una vez que vino una ola tan fuerte que mi abuelito no me pudo agarrar y rodamos los dos por la arena.

Tomé la ola de frente, en un intento tardío para atravesarla consumiéndome. Me dio la vuelta entera y me sentía dibujando eses debajo del agua. Salí despeinada y un poco avergonzada conmigo misma por la falta tan lógica por la que me habían revolcado.

Entré, venía la segunda ola, y la atravesé, pero noté que eran unas olas como pocas veces había encontrado, eran verdaderamente como paredes. Se sentía como atravesar el cemento todavía húmedo. Se llegaba al otro lado un poco aturdido, y en definitiva golpeado.
Tercera ola. Error de cálculo número 2. Revolcada sin remedio. Tenía el agua casi a la altura de los hombros cuando me llovió la ola en la cabeza, y me tiró de cara contra la arena con una violencia matadora. Por la fuerza del agua y el cambio de presión que creó la ola al caer vino el típico dolor de buzo, el sentir que se revientan los oídos, que se perforan los tímpanos, y medio perdida por eso fue cuando ya la ola comenzó a llevarme hacia afuera. Todavía lúcida, tomé la precaución importante de sostenerme las dos partes del vestido de baño, que para el punto en que las sostuve podían ir aproximadamente por el cuello y por los muslos. No perdí la calma, acostumbrada hasta cierto punto a ese tipo de chascos. O por lo menos no la perdí hasta que descubrí que la ola había reventado en agua tan profunda, me había sumergido tanto y me llevaba con tanta fuerza que yo no estaba siquiera cerca de la superficie y ya no tenía aire. Ya sin calma y nadando como desesperada, verdaderamente cuestión de vida o muerte, logré llegar a la superficie por un pelo, donde la ola me siguió arrastrando, igual que a muchos otros, pero por lo menos podía respirar.

Nunca había sentido la perfecta convicción de que iba a morirme. Ya sentía el corazón latiendo más fuerte no solo por el pánico, sino por la falta de oxígeno. Es que no exagero. Estaba segura de que me iba a morir, chapaleando casi tocando el fondo, sin aire, y sin esperanzas de llegar a la superficie. En uno de esos intercambios con el destino, pensé que no, que por favor no, no morirme hoy, ni ahogada, ni en el mar. Sobre todo no ahogada.

Salir a flote fue, ¿cómo describirlo sin ningún recurso trillado? Fue como dormir con muchísimo sueño, o llegar a orinar justamente en el momento en el que ya la vejiga está comenzando a cantar rancheras. Perdón por la poca poesía, pero se me acaban las palabras y no llego ni cerca a lo que sentí en ese momento.

Pude apenas equilibrarme un poco y ver hacia adelante y atrás para darme cuenta de que la mitad de mis co-bañistas todavía no habían logrado reponerse de la ola, y que no encontraba a mi abuelito por ningún lugar. Me desesperé como no me desesperé ni cuando sentí que me iba a morir. No podía creer que me hubiera ido adelante con ese tipo de olas, y que lo hubiera dejado atrás. Podía haberle pasado cualquier cosa, sobre todo porque no era la primera ola, y era la más fuerte que alguna vez hubiera visto (o sentido).

Era como uno de esos sueños recurrentes que tengo en los que estamos en los que se va formando una ola de unos 100 metros de altura, y que estamos en la sombra que proyecta, y que corremos pero casi no nos movemos. No lo encontraba, yo ya estaba bien apoyada en los dos pies en agua bastante tranquila, y seguía sin verlo.

Poco después lo vi apoyado en una rodilla saliendo de la espuma del final, ya en la playa. Comencé a correr como en el sueño, porque la ola que ya se retraía me llevaba hacia atrás. Corrí y corrí hasta estar segura de que estaba bien. Nos mantuvimos en la arena con el agua apenas por los tobillos y con los brazos cruzados, sin saber si entrar otra vez o no, y con un cierto sentido de derrota flotando entre los dos.

Decidimos entrar otra vez, pero poner en práctica todas las precauciones posibles. Sabíamos que la verdad el riesgo sí era grande. Las olas jugaban con la gente como con muñecas de trapo, y sin poder hacer nada todo el mundo terminaba haciendo acrobacias subacuáticas en las que en cualquier momento se podía encontrar una piedra en la nuca que decía que se acababa el paseo. Whatsoever.
Fue como una lucha a muerte, o mejor dicho, a vida. Duramos poco, la verdad, y no tenía caso. Eran olas sin el menor interés por la lógica o por las leyes de la física, que arrasaban todo lo que tenían por delante, y contra las que no valía ni las tablas, que clavaban la punta en la arena y catapultaban a los tripulantes hacia adelante.

En efecto no tuvo caso. Todavía me dolían los oídos. Poco después de haber salido, y una vez que había encontrado a mi abuelito y pasado el rush de adrenalina, tuve tiempo para notar que sentía un dolor en los oídos que llegaba hasta la garganta y que casi no me dejaba hablar, y que el dolor era tanto que estuve a punto de llorar. Me tapaba los oídos, intentaba bostezar, pero nada quitó el dolor por la compresión y descompresión. Cada vez que atravesaba las olas, los oídos se me volvían a tapar y destapar, hasta que ya era masoquista rayando en suicida estar en un mar tan picado.

El mar, con todos sus bemoles, es un lugar de socialización casi inevitable. Como no hay límites definidos entre el espacio de uno y otro, y casi siempre la gente se va moviendo en diagonal por las olas, muchas veces sin darse cuenta, se ha llegado a parar entre un grupo de gente completamente inesperado, con el que casi siempre se comparte aunque sea una sonrisa de “perdón”. Vale mencionar que rara vez soy yo quien tiene esos encuentros, porque no soy persona grata a la primera impresión, porque los chiquitos no se me acercan y porque siempre había estado muy ocupada con mi boogie.

Esta vez, ya cuando mi abuelito y yo estábamos en la agonía de que no paraban las olas, un chiquito se nos puso atrás. “¡Ay, qué ola más grande!” “*Glu glu* ¡No toco el suelo!” “¡Hay que consumirse si uno no quiere que se lo lleve!” Y bueno, era un dientón simpático, un chiquillo gordillo de los pocos que a mí me simpatizan. Nos estuvo hablando sin poder cerrar la boca por los dientes, consumiéndose y siguiéndonos mientras intentábamos salir. Nada más lo intentábamos, porque cada tramo que se avanzaba se perdía cuando el mar tragaba, y porque había que devolverse otro tanto más para poder sortear la ola estando lo suficientemente adentro. Así estuvimos un buen rato. Luego el nenín nos dijo: “¿Están intentando salir?” No le habíamos puesto demasiada atención. “Sí”, le contesté yo, y seguí en mi trabajo de andar y luego desandar lo andado. Se quedó flotando en un solo lugar. “No pueden salir”.

Tuve que volverme, y me explicó con mucha paciencia lo que yo ya había notado, que posiblemente en vez de avanzar cada vez retrocedíamos un poco más. Me lo explicaba entre ola y ola, levantándonos dos metros cada vez que las evadíamos. Yo ya lo sabía, pero no se lo iba a conceder a semejante chamaquillo. Nos revolcaron las olas otras tantas veces en el intento de nada más ignorar que venían y usarlas para nadar hacia afuera. Al final nadie intentaba salir por el miedo a ahogarse antes de llegar a la playa.

El mar no es nada más “algo”. No solo está vivo. Mata. Y tiene caprichos y malos momentos, rabietas, y tiene soledad. Más que nada tiene soledad. Y hoy debió ser uno de esos días en los que se sintió ignorado y nos encerró ahí para tener con qué jugar. Juegos rudos, los que juega.

Veía en la arena a mi familia sentada en la sombra, conversando, sin idea de la cantidad de sal que había tragado, tanta que me dejó afónica. Sentadas sin saber que no podíamos salir.

El nenín nos siguió hablando y nosotros seguimos luchando, nadando, todo en vano. Después decidimos que solo había una forma de llegar a la arena, y era arrastrado por las olas. Revolcado. Así de simple. Vinieron varias olas que atravesamos mientras decidíamos qué hacer. El chamaquito se había alejado un poco. Un par de metros arriba, en la cresta de una ola, nos gritó: “¿Todavía quieren salir? Si quieren salir ésta es.” Traté de tomarla nadando, pero otra vez prácticamente me desnudó y terminé de vestirme en la espuma del final, despeinada como nunca y con la cara llena de arena, pero desembarazada de convenciones sociales y feliz como nunca de estar viva y afuera.

Afuera nadie había notado nada. Ni los del fútbol playa, ni los del volleyball, ni las chicks que van a la playa como para ir a un desfile de moda. Salimos casi todos del mar como entran las tortugas al nacer, con esa complicidad de hermanos recién nacidos, a punto de separarnos y sin conocernos, pero sabiendo que por lo menos esta vez, sobrevivimos.

Forma curiosa de cerrar el duelo por mi boogie. Voy a comprar uno nuevo para semana santa.

Al mar, chamaco gordillo, dientón y caprichoso, a veces es conveniente ponerle atención. No se vaya a ver uno atrapado en una de sus crisis de soledad.

P.S: Esta entrada la escribí ayer en la tarde, no hoy. De paso, I'm home.

3 comentarios:

Esteban Chi dijo...

Welcome back, GG!

Sabías que... Boogie es el nombre de un juego de Wii que consiste en algo con un micrófono? LOL

Con respecto a la entrada pues... el mar me da mesho XD... yo no me meto al mar...

That's about it, sorry por la tardanza en comentar la entrada =P

A. Amador dijo...

A mi me da miedo el mar de noche... De día sí me gusta y me gusta que me revuelquen las olas. Y gracias que estaba viendo que le pusiste el link de mi blog al tuyo :D

Carla dijo...

Jaja, con gusto.

De paso, a mí me da pánico el mar de noche, o en los días que está nublado y que se ve el cielo del mismo color del mar. No tengo lindas experiencias.