Guanacaste

Cuando la construimos era la casa más bonita en varios kilómetros. Era blanca entre los árboles y estaba sentada en la loma viendo hacia la calle. Oíamos música y mi abuelita hacía helados de natilla. Cuando estábamos aquí para algún cumpleaños, horneábamos queque. La sala era pequeña -¿para qué más?- pero acomodada. Las sillas del comedor eran gorditas y coquetas, con una mesa que hacía juego. Teníamos aquí los zapatos, mi tabla, el shampoo, era una casa lista para recibir a quien llegara sin que tuviera más que buscar una cama. Siempre teníamos cortinas limpias y bonitas, y en la tapia todavía está el tubo en el que iba el aro de basketball. Al inicio había que venir regularmente para regar los árboles que, en su mayoría, eran apenas ramitas. De noche corrían los conejos y llegaban grupos de perros a cenar con nosotros. Todas las mañanas nos despertaba una urraca que comía las hormigas que andaban en el parabrisas del carro. Del otro lado de la calle cantaban los gallos y aullaban los congos. Todos los días, excepto los domingos, pasaba un vecino en bicicleta vendiendo La Extra. En las tardes, pasaba la esposa vendiendo cuajada, o empanadas, o chorreadas. Unas manadas inmensas de bueyes pasaban por el frente, y se comían de vez en cuando las palmeras de la entrada. Yo jugaba a caballito en el árbol de ciruelo de la esquina, y llegaba con la trompa brillante de tanto comerme las frutas. Las flores del pochote, que son blancas en el árbol, dejaban una alfombra roja en el suelo cuando se secaban. Caían las orejas del Guanacaste y yo dejaba “monumentos” esperando encontrarlos la próxima vez que viniera, o abría las orejas para jugar con las semillas. Para ahorrarles camino a las hormigas, les servía un buffet de hojas , tallos y flores de almendros que estaba considerablemente más cerca del hormiguero que la travesía de las madrugadoras que no habían esperado mi beneficencia. Don Simón se sentaba horas en la sala a platicar –como él decía- con todos ellos mientras yo sacaba todos mis platitos y le ofrecía una sopa de hojas en agua. No podía irse sin mi sopa de hojas, y fue uno de los primeros adultos desconocidos que me prestó atención de verdad. Llegaba a la casa con la yegua y me montaba. Me paseaba por la calle y yo me quedaba tiesa como marraqueta. Me decía que si quería, él me podía llevar a Liberia. Yo comenzaba a llorar hasta que me bajaban del octavo piso que me parecía esa yegua. Cuando no había agua –Sardinal siempre ha tenido los mismos problemas-, don Simón venía con un carretillo lleno de agua para nosotros. Mirto, el perro, siempre lo acompañaba. Cada vez que veía el carro, Mirto cruzaba la calle corriendo, medio rengo ya, y pasaba todas las noches con nosotros. Mirto tenía una cicatriz en la nariz por andar siguiendo siempre a don Simón; una vez le había caído el machete desde un árbol. Luego murió don Simón, amputado de una pierna. Mirto volvía y dormía con nosotros, hasta que lo mató un carro. Cortaron mi árbol, la casa comenzó a ensuciarse. Sin don Simón, comenzaron a meterse los ladrones, y perdimos la ilusión. Luego dejamos de reponer las pérdidas más que con cosas casi desechables. Se quebraron los carriles, y ahora la casa no se ve sentada en la loma, se ve perdida entre los árboles que ahora son demasiado grandes para una casita pequeña. Las hormigas, mis comadres, construyeron un túnel desde el hormiguero hasta uno de los baños, y siempre está lleno de tierra cuando llegamos, o han invadido un colchón. Esta vez, cuando llegamos, había una enredadera colgando del techo y demasiadas telarañas pegadas en la fachada. Llevo años sin probar los ciruelos, o ver las orejas de Guanacaste, o de ver las flores del Pochote. Me entristece saber que cada vez que venimos es una menos en la cuenta regresiva para que se alquile esta casa como cualquiera de las que están alquiladas en San José, y que llegue un inquilino cochino a recibirla amueblada, y que duerma en mi cama, y que mi pobre casa se sienta enferma como ya se va sintiendo, sin los conejos y sin las iguanas, y sin nadie que le quite las telarañas o la tierra roja. Y luego, todavía peor ya sin el inquilino, cuando las hormigas anden al fin liberadas por todo el territorio que les quitamos, y que se esparzan los hongos de la humedad, y que las cortinas se percudan y todo sea un caos de lagartijas y escorpiones.

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