Su madre fue una perra.

Siempre la odió, e incluso cuando murió se alegró. Aún así, hoy vio a alguien tan, pero tan parecido que no pudo evitar voltearse a verla para poder recordar un poco a aquella que ya no estaba. La reconoció en la forma de caminar, en la postura, en las manos juntas al frente, y en vez de disgustarse por el recuerdo de la muerta, la siguió con la vista todo lo que le fue posible. Y es que uno no odia cosas al azar. Uno odia las cosas en las que se ve reflejado por lo menos en parte. Uno odia sus propios defectos en alguien más, porque qué aburrido odiarse a sí mismo. Puede que sencillamente lo que reconociera en el recuerdo de la muerta fuera su propia muerte que se encamina, y que viera reflejado su propio recuerdo pasajero en aquel que ya hace mucho había cruzado la calle...

Salió de la casa con pasos grandes y el celular en la mano. Caminó unos metros y se volteó a comprobar que nadie lo siguiera. Entró por la línea del tren y entre unas llantas se quitó el traje de ejecutivo y sólo dejó una camisa muy vieja y muy rota y un pantalón que tal vez fuera negro. Se quitó las medias y los zapatos y los guardó entre los tubos y las sillas quebradas -donde siempre-. Se sentó. Puso el sombrero al frente y esperó con paciencia a que pasara la gente a las 7 y dejara su limosna.

Se mudaron al florero hace ya varios meses (3, para ser exactos). Eran rosados y ya sin estambres (no vayan a manchar el vestido). Traían dos botones y uno que apenas se abría. Traían, además, la esperanza de ser inmortales con el único obstáculo de ser flores. Qué importa. Por algo dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Hace unos dos meses se mudaron a la jardinera. Lucharon hoja por hoja por vivir. Justo ayer murieron. Vivieron poco, pero juntos. A breve vida nace destinada. Sus edades son horas en un día.

Nació en la calle en octubre en plena lluvia. Apenas pudo caminar, la madre lo abandonó a su suerte. De sus hermanos nadie supo nunca. Recorrió toda la ciudad solo, comiendo adonde no lo golpearan. Un día -o a lo mejor una noche- después de mucho caminar estuvo a punto de darse por vencido, no podía más. Cayó en plena calle. Oyó el motor acercarse, y no iba a olvidar ese sonido por el resto de su vida. Con fuerzas sacadas desde lo más profundo logró levantarse justo a tiempo para sobrevivir. Lo encontraron temblando y lo llevaron a un refugio. Vivió entre pleitos hasta que lo recogieron. Hoy duerme en una cama mejor que la mía. Siempre he dicho que su madre fue una perra.

Y sí, es por mi reflejo que te odio.

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